Publicado por Gemma Herrero
Hay películas que cuando dices en voz alta que no te han emocionado hay quien te mira como si fueras boba. Al parecer, si no te extasías con ellas y sales del cine en estado de trance es porque no tienes la sensibilidad necesaria o, peor todavía, no puedes entenderla por algún tipo de tara sin diagnosticar. Me ha pasado con Gravity. Digo que no me entusiasma y aparecen esas miradas de condescendencia, de «ay, pobrecica».
El problema que tuve con Gravity es que me costó centrarme en lo que el director quería contar, en la historia, porque la mayoría del tiempo no podía dejar de pensar en qué cojones se había hecho en la cara Sandra Bullock. No hay ni rastro de humanidad en el rostro, ninguna arruga, ni una sola línea de expresión. Nada. Hay una escena en la que la Bullock llora y las lágrimas, en 3D, ingrávidas y redondas, parece que se acercan y las quieres tocar con los dedos. Es bonita, que sí, que sí, pero mientras la contemplaba no podía dejar de pensar que cuando lloras arrugas los ojos. No pude emocionarme porque la cara de la actriz de cuarenta y nueve años que debe transmitir esa emoción es marciana. Las actrices clonadas no parecen más jóvenes cuando se retocan tanto. Son mayores con una cara extraña, irreal. No alcanzan pues su objetivo.
Lo de destrozarse el rostro no es patrimonio exclusivo de las mujeres. Ahí están los casos de Robert Redford (en el cartel de su última película sale un señor que dicen que es él), Sylvester Stallone, Al Pacino, John Travolta o George Clooney, que ha admitido abiertamente que pasó por el quirófano para quitarse las bolsas de los ojos. También Cris Noth, que triunfa ahora con la magnífica serie de televisión The Good Wife, tiene una jeta sospechosa desde hace tiempo. No es pues una cuestión exclusivamente femenina, pero entre las actrices mayores es una auténtica plaga. De hecho, lo que cuesta es encontrar casos de mujeres en el cine de más de treinta y cinco años con arrugas, o que no se hayan tocado mucho. Naomi Watts, Julianne Moore o Cate Blanchett son algunos de los más evidentes. Entre las actrices españolas, Maribel Verdú ha crecido y madurado ante nuestros ojos. Ha pasado de ser una adolescente a una mujer de cuarenta y tres años dejándose la cara en paz: «Hay cositas que me voy notando, pero no me tocaré nada. Quiero que mi rostro refleje lo que vivo, lo que me ha pasado por dentro. No quiero parecer un pez globo, porque hoy todas tienen esa cara. Prefiero ser como Holly Hunter, Frances McDormand, Susan Sarandon… Que se me noten las venas cuando he dormido mal y las arruguillas del entrecejo. Si fuese hombre estaría como loco por parecerme a Tommy Lee Jones, con carreteras en la cara».
Crecí admirando las películas de Katharine Hepburn —cómo no amar Historias de Filadelfia— y siempre me pareció una mujer hermosa, también con todas las arrugas y su pelo desordenado en un moño blanco al final de sus días. El ejercicio de intentar imaginarse a una Hepburn con la cara estirada y boca de pato resulta aterrador. ¿Y Lauren Bacall? Pues eso, escalofríos. Quedan aún actrices en las que el tiempo ha pasado por su rostro y siguen siendo atractivas: Charlotte Rampling, Susan Sarandon o Judi Dench son tres buenos ejemplos. Entre las españolas, ahí está Ángela Molina, que tampoco disimula nada a sus cincuenta y nueve años.
La actriz Rosana Arquette realizó un documental titulado Searching for Debra Winger en el 2002. En él, actrices maduras explican lo complicado que es mantenerse en Hollywood y compaginarlo con tener una vida familiar. Expresan además su temor a envejecer y dejar de conseguir papeles; la presión por seguir pareciendo jóvenes y, por lo tanto, deseables según la industria. Algunas de las estrellas que aparecen en el documental no tienen actualmente la cara como entonces, once años después. No porque hayan envejecido, sino porque se han hecho un estropicio. Como Meg Ryan o Emmanuelle Béart, que se queja del proceso de cosificación a la que a veces se veía sometida. La actriz francesa, que se desfiguró el semblante hace ya tiempo, renegó en una entrevista reciente en Le Monde de sus pasos (aunque siga diciendo que solo se operó los labios) por el quirófano. «Hay mujeres que aseguran que la cirugía les ha hecho más fácil la vida pública. Y otras que declaran sentirse profundamente afectadas por ello. Yo pertenezco a estas últimas». Béart ha perdido incluso trabajos por su actual aspecto, como también le ha sucedido a Victoria Abril. La paradoja de querer seguir pareciendo joven para continuar teniendo papeles y quedarte sin ellos porque ya ni eres joven ni tienes un rostro, ya no adecuado con tu edad, sino normal. Hay caras que producen extrañeza, en el mejor de los casos, cuando no cierto repelús.
En Searching for Debra Winger las actrices son abiertamente críticas con los directores y ejecutivos de los estudios y afirman que se han sentido presionadas a seguir pareciendo lozanas. «Hemos sobrevivido a la mayoría de los que mandaban en los estudios y nosotras seguimos teniendo trabajo», afirma rotunda Whoopi Goldberg, que en otro momento del documental suelta: «Llega un momento en el que te dan papeles solo de madre o de tía de. Y está bien ser la tía de. Las tías también follan». Daryl Hannah, la sirena de Splash o la tuerta asesina implacable de Kill Bill, narra cómo a veces la presión por no envejecer (como si hubiera alguna manera de evitarlo) es más sutil. «Cuando me dieron el primer papel en el que era madre de un adolescente recuerdo que hubo gente que me preguntaba: ¿Y no te importa? ¿Por qué tenía que importarme?».
Pero no todo son empujones y presiones para acercarte al quirófano. Los culpables no son solo los malignos estudios ni los taimados ejecutivos. David Trueba, que acaba de estrenar Vivir es fácil con los ojos cerrados, desvela que también hay algunas estrellas que tienen en sus contratos cláusulas que exigen retoques y aunque el director no esté de acuerdo con ello debe hacerlo porque está obligado; está en el contrato. Son unos filtros, un «Photoshop de cine», para que en pantalla la actriz en cuestión luzca con una piel tersa y sin «defectos». Cita, por ejemplo, un caso que le llamó la atención: «Si tú ves a Keira Knightley en Piratas del Caribe te das cuenta de que su cara no es real. El contraste entre su rostro y el de Orlando Bloom, que tiene sus líneas de expresión, es evidente. Y es curioso porque Keira Knightley no es una actriz mayor, pero en esa película está retocada». Se rumorea que la bella Rachel Weisz es de las que exige por contrato los retoques. Una lástima de ser cierto, porque resulta mucho más atractiva la idea de una Weisz con cincuenta años en su cara. Debería hacer caso a la fantástica Frances McDormand —cómo no quererla en Fargo— que en un momento del documental de la Arquette proclama: «Llegarán papeles en los que hay que tener cincuenta y cuatro y no va a haber ninguna que parezca que tenga cincuenta y cuatro, pero ahí estaré yo. Me los llevaré todos».
De todas formas, Trueba recuerda que lo de retocar no es nuevo: «Ya se hacía en los años cuarenta con medios muchos más rudimentarios. Con Sara Montiel, por ejemplo. Se ponía una media en la cámara para que así los rasgos se difuminaran». En el cine español no se conocen casos de actrices que lo exijan por contrato, es un proceso económicamente costoso, pero sí que hay una clara tendencia hacia películas protagonizadas por actores muy jóvenes. Recientemente, con el casting ya hecho, el distribuidor de una película recomendó que se rebajara la edad de algunos actores contratados, hombres. Tenían cuarenta años, pero prefería que fueran de menos de treinta. Se atendió a su recomendación, por cierto.
Hay quien levanta la voz y se niega a pasar por el aro y manejar así una imagen más acorde con la realidad. Hace diez años, Kate Winslet expresó públicamente su descontento por un reportaje fotográfico que apareció en la revista GQ en la que el Photoshop le quitó algunos kilos y denunció que lo habían hecho sin su consentimiento: «No tengo ese aspecto. Y, sobre todo, no lo quiero». Por eso, hace unas semanas, la prensa británica esperaba que reaccionara ante la evidente manipulación de su rostro en la portada de la revista Vogue, en la que aparecía visiblemente rejuvenecida, con una piel perfecta y ojos de azul imposible.
Cate Blanchett no se ha mordido la lengua tampoco respecto a su opinión del bótox y las operaciones: le horrorizan. Con cuarenta y dos años, hace solo uno, posó para Intelligent Life, el suplemento de estilo y cultura de The Economist, maquillada, pero sin ningún tipo de filtro en la fotografía, ningún arreglo. «Parece lo que es, una mujer de cuarenta y dos años que pasa las mañanas encerrada en una oficina, las tardes en el teatro y el resto del tiempo cuidando de sus tres hijos», explicaba el editor. La decisión de no retocar a la actriz digitalmente fue de la revista. Huelga decir que en la portada, titulada «This is not a film star», Blanchett aparece hermosa. Con líneas de expresión y leves bolsas en los ojos. Y aún así, guapa.
A lo mejor si Gravity la hubiera hecho Cate Blanchett me habría impresionado más. Por el simple motivo de que me hubiera podido centrar en la historia y no en su cara. Porque cuando lloras, se arrugan los ojos.
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