I.
La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: ¡Uf! ¡Vaya viajecito! (Hunter S. Thompson).
Roger Ebert estuvo inmensamente gordo, ganó un Pulitzer como crítico de cine, fue alcohólico, publicó más de veinte libros (incluyendo uno sobre cómo dar un paseo perfecto por Londres), se casó con una mujer negra pese a las voces en contra, presentó un programa de cine en televisión que reventó los índices de audiencia, acuñó el ya universal símbolo de «Two thumbs up» (dos pulgares levantados) para recomendar una película, probó todo tipo de sustancias euforizantes, escribió el guion para un película erótica del simpar Russ Meyer, paró unas rotativas en el sentido más literal de la expresión, le pagaron un dineral por ir al cine, conoció los mejores sitios de Cannes, discutió sobre masturbación con el embajador de Grecia frente a un auditorio lleno, adelgazó, engordó de nuevo, sobrevivió a un cáncer de tiroides, le extirparon la mandíbula perdiendo la capacidad de hablar, beber o comer, escribió un guion para los Sex Pistols, Werner Herzog le dedicó una película, Martin Scorsese dice que le debe la vida, fue portada de Esquire, una canción de Leonard Cohen le salvó la vida, participó más de trescientas veces en el histórico concurso semanal de la viñeta de cómic del New Yorker (ganando, por fin, el 11 de abril de 2011), estuvo postrado en una silla de ruedas, aprendió a alimentarse por succión y a andar de nuevo, escribió su autobiografía, rodaron un documental sobre su vida y participó en una Ted Talk hablando a través de un Mac.
Si uno se para por un instante a contemplar la vida de Roger Ebert, cualquiera diría que vivió sus días con la frase de Hunter S. Thompson tatuada en una nalga.
II.
Pero empecemos por el principio que, en el caso de un escritor, es ese momento en el que empieza a ver publicados textos bajo su nombre. El resto hasta entonces no es más que el naufragio que le lleva a esa isla desierta, paradisiaca e inclemente que es la escritura.
Roger Ebert siempre sintió esa punzante obsesión por escribir y por ver su nombre en negro sobre blanco. Tras colaborar en pequeños periódicos locales, pronto ese jovenzuelo arrogante, con evidente sobrepeso, gafas de pasta y sempiternamente vestido con chaqueta y chaleco, se convertiría en el director del periódico de su universidad, The Daily Illini, donde ya empezaría a dar muestras de ese carácter insolente y algo déspota tan presente a lo largo su carrera, y donde también dejaría ver gotas de ese prodigioso talento suyo para escribir con la violencia y rapidez de una tormenta, fast & furious, y de su precoz forma de entender el honor dentro del periodismo.
Hay una anécdota que refleja bien la madera de periodista del jovencísimo Ebert: la noche en la que fue asesinado Kennedy, llegó a la redacción del periódico para trabajar con urgencia en el especial sobre el magnicidio. Cuando comprobó uno de los ejemplares, recién salido de la imprenta, Ebert observó que en la página contigua a la fotografía de Kennedy aparecía un anuncio con un peregrino apuntando con un arcabuz a un pavo (Acción de Gracias era apenas una semana después) y cuya trayectoria seguía a la cabeza de Kennedy. Una broma macabra del destino. «No podemos publicar esto» dijo Ebert con el periódico aún sudando tinta. Y mandó parar las rotativas.
«A man´s gotta have a code», que diría Omar Little.
Al salir de la universidad, consiguió un puesto como redactor en el Chicago Sun-Times y, al poco tiempo, se hizo cargo de la columna de crítica de cine.
Y ahí se hizo leyenda.
Porque para que te den un Pulitzer, tienes que ser muy bueno. Pero para que te den un Pulitzer haciendo crítica de cine, tienes que ser cojonudo.
III.
Los días de vino y rosas para Ebert comenzaron en 1975, con el Pulitzer ya en la estantería, cuando la WTTW, la cadena pública de Chicago, tuvo la kamikaze ocurrencia de crear un programa de televisión llamado Siskel & Ebert. Gene Siskel era el crítico de cine del Chicago Tribune, la competencia del Chicago Sun-Times, la casa de Ebert. El Tribune es un periódico más asociado al Partido Republicano y a las clases medio-altas de la ciudad. El Sun-Times, por su parte, se posiciona más en la línea del Partido Demócrata, llegando a un público más heterogéneo. Siskel y Ebert eran, por tanto, encarnizados rivales, las caras visibles de dos colosos del periodismo, y desde luego no sentían una particular simpatía el uno por el otro. Cada semana se dejaban sangre, sudor y lágrimas desde sus respectivas tribunas para publicar una crítica mejor que la de su rival directo.
No obstante, y pese a las numerosas reticencias iniciales de ambos, les convencieron para empezar juntos el programa, que acabaría resultando un arrollador éxito y convirtiéndose en uno de los programas más icónicos de la televisión norteamericana. La fórmula era bien sencilla: los dos críticos principales de cine de la ciudad de Chicago se sentaban en un patio de butacas y hablaban (o discutían ferozmente) sobre películas de cine. Sus caracteres eran antagónicos, lo que hizo que el programa tuviera tintes de sit com o de buddy film, con dos personas de perfiles muy distintos trabajando juntos, discutiendo sobre casi todo, pero que en el fondo se guardan aprecio y una sincera admiración. Muchas de sus encendidas disputas por ciertas películas fueron célebres, como en el caso de La chaqueta metálica o El precio del poder, intentando cada uno imponer su opinión al otro.
Hay una frase de Jonathan Lethem en su libro de ensayos The Dissapointment Artist que refleja muy bien esa imperiosa necesidad de Ebert y Siskel por persuadir al otro y, por extensión, a la audiencia. Sus discusiones nunca eran por una película o un director en concreto. Eran por algo que iba mucho más allá.
Por favor, deja de decir que me quieres porque si no te gusta esa película no me quieres, porque yo soy esa película, esa película soy yo.
Los choques de ego eran continuos. Discutían hasta por el orden del nombre del programa Siskel & Ebert. Roger Ebert mantenía firmemente que su apellido debía de aparecer en primer lugar por los siguientes motivos:
1. Era mayor.
2. «Ebert» está antes que «Siskel» alfabéticamente hablando.
3. Llevaba más tiempo siendo crítico de cine.
4. Tenía un fucking Pulitzer.
Sus discusiones generalmente tenían un trasfondo infantil, para desesperación de los productores, que contemplaban con cierta impotencia las pullas que se lanzaban continuamente los dos presentadores, generalmente asociadas al plano físico (el sobrepeso de Ebert vs. la alopecia de Siskel), sin que nadie pudiera hacer nada por aligerar la situación.
Así lo cuenta en su brillante autobiografía, Life itself: A Memoir, el propio Ebert: «Los dos teníamos una relación más de hermanos que de amigos. Nuestro problema era que ambos nos creíamos el hermano mayor».
Llegaron a constituir una pareja tan cómica, tan El Gordo y El Flaco, que hasta Disney inició conversaciones con ellos para hacer una película de animación sobre dos críticos de cine siempre a la gresca, bajo el título Best enemies, basada en sus personajes.
El programa fue pasando meteóricamente de la cadena pública de Chicago a cadenas nacionales e internacionales, y Siskel y Ebert (o Ebert y Siskel) se mantuvieron discutiendo en antena desde 1975 hasta 1999, cuando llegó la muerte inesperada de Siskel.
Tremendamente populares se convirtieron sus críticas corrosivas de los bodrios cinematográficos que se veían abocados a visionar cada semana y en las que se podía paladear el finísimo y letal sentido del humor de Ebert. Sus recopilaciones anuales con «Lo peor del año…» eran las más esperadas del programa. Muchas de esas desternillantes críticas de Roger Ebert han sido recopiladas en varios de sus libros como Your movie sucks o I hated, hated, hated this movie, cuyos títulos pueden dar una pista del amor que rezuman las críticas seleccionadas.
Aquí están algunos de mis ebertismos favoritos:
Pearl Harbor
Pearl Harbor es una película de tres horas que trata sobre cómo, un 7 de diciembre de 1941, unos desalmados japoneses lanzaron un ataque sorpresa sobre un triángulo de amor americano.
Princesa por sorpresa 2
He pasado la mayor parte de mi vida, desde mi nacimiento hasta este preciso momento, evolucionando en ese tipo de persona a la que es imposible que le pueda gustar una película así, y me gusta pensar que el esfuerzo no ha sido en vano.
Campo de batalla: la Tierra
Esta obra de Travolta es como ir en el autobús con alguien que realmente necesita darse un baño desde hace mucho tiempo. No es simplemente algo malo; es desagradable de una forma hostil.
Cocodrilo Dundee en Los Ángeles
He visto auditorías más emocionantes que esta película.
El aguador
¿Tengo algo visceral en contra de Adam Sandler? Espero que no. Trato de mantener una mente abierta y acercarme a cada una de sus películas con grandes esperanzas. Me daría una enorme satisfacción (y alivio) que me gustara en una película. Pero creo que está cometiendo un enorme error táctico en su carrera creando personajes que cuando hablan tienen el efecto de unas uñas en la pizarra, y pretender que nos quedemos durante toda una película.
El amor es lo que tiene
A juzgar por sus diálogos, Oliver y Emily nunca han leído un libro o un periódico, o visto un película, o tenido una idea, o mantenido una conversación interesante, o pensado mucho en general sobre nada. La película cree que son monos y divertidos, lo que produce vergüenza y sonrojo, como cuanto tu tío no para de hacer chistes sexuales relacionados con el golf.
The Brown Bunny
Una vez me hicieron una colonoscopia, y me dejaron verla en un monitor de televisión. Fue algo bastante más entretenido que ver The Brown Bunny.
Es verdad que yo estoy gordo, pero algún día estaré delgado. Vincent Gallo, en cambio, será siempre el director de The Brown Bunny.
Pero Siskel y Ebert no quisieron hacerse famosos simplemente por despedazar películas. Al contrario. Su máxima era construir antes que destruir. Destacaron por dar voz a muchos talentos desconocidos con la sección «Buried Treasures», en la que comentaban películas indies, de bajo presupuesto y proyectadas en muy pocas salas de cine del país. De este modo hicieron despegar carreras como la de Ramin Bahrani, el talentoso director iraní de Man Push Cart (Un café en cualquier esquina, es el título en España), la del documentalista Errol Morris o la de un joven de Little Italy, llamado Martin Scorsese. En el documental basado en la autobiografía de Ebert, el propio Martin Scorsese cuenta, entre lágrimas, cómo en los ochenta, arruinado, adicto a la cocaína y deprimido tras un tercer matrimonio fallido, la confianza depositada en él por Ebert y Siskel fue lo que le «devolvió la vida».
Años más tarde, sin embargo, no les temblaría el pulso ni a Siskel ni a Ebert para destrozar El color del dinerode Scorsese. El compromiso con la verdad y el espectador era sagrado.
«Aquella crítica, aunque devastadora, me ayudó a mejorar. No fue tóxica, venenosa, despreocupada, egoísta y ausente de caridad, como las de muchos otros», recuerda el director de Goodfellas.
IV.
Gene Siskel murió el 20 de febrero de 1999 a los cincuenta y tres años tras sufrir complicaciones derivadas de un cáncer cerebral que le habían diagnosticado poco antes. Roger Ebert desconocía que Siskel estuviera tan grave y le afectó mucho la muerte de su compañero, amigo y némesis. El show siguió durante años bajo el nombre de Ebert & Roeper.
Esta vez su nombre sí iba delante. Pero a qué precio.
Ebert, por su parte, no correría mucha mejor suerte. En 2006 se le descubrió un bulto en la barbilla, confirmándose las peores sospechas: un tumor. Tras varias operaciones que no salieron bien, se tomó la decisión más drástica: extirparle la mandíbula, dejándole con una masa carnosa colgando, y perdiendo la facultad de hablar, comer o beber.
Se sometió a varios procesos de reconstrucción de su mandíbula a partir de hueso de su peroné y de tejido de la espalda pero sin conseguir el éxito esperado. Tras una de las primeras intervenciones, aparentemente exitosa, estando aún el crítico en su habitación del hospital justo antes de marcharse a casa, decidió poner a modo de despedida del hospital «I´m your man» de Leonard Cohen, la canción que escuchaba en sus momentos más bajos junto a su inseparable mujer, Chaz. Antes de que acabara la canción, sufrió una repentina rotura de la arteria carótida. Estar aún en el hospital y no en el parking le salvó la vida.
Si «I´m your man» llega a ser un poco más corta, no me habría salvado. Así que muchas gracias, Mr. Cohen. Usted me salvó la vida.
Tras estas experiencias, renunció a someterse a más intervenciones. Jamás volvería a hablar de nuevo. Paradójicamente, durante esta última etapa se observa al Ebert más reflexivo y humano. Sin abandonar su cáustico sentido del humor.
Echo de menos a Siskel. Seguro que me diría que lo bueno de mi nueva condición es que ahora ya no necesito un GPS para encontrarme la barbilla.
En 2013 fue intervenido por una fractura en la cadera. El cáncer se había extendido. Murió el 4 de abril de 2013.
Al menos dejó tras él una gran nube de humo.
V.
En su autobiografía, Ebert afirma que ser crítico de cine es el mejor trabajo del mundo porque eres «el encargado de cubrir el pulso del sueño de la nación. Si prestas suficiente atención a la películas, ellas te dirán qué desea y qué teme la gente».
Siempre me ha despertado curiosidad el trabajo de crítico de cine. Como el de árbitro, el de encargado de abrir las puertas del Retiro cada mañana o el del que traduce los subtítulos de las series. Trabajos necesarios pero poco reconocidos.
Hay un dicho anglosajón: «Not every one is an artist but everybody is a fucking critic». La verdad es que no creo que todo el mundo valga para este trabajo. La crítica de cine es un apasionante género periodístico en sí mismo. Qué difícil conseguir ese aparente oxímoron de «crítica constructiva». Como querer ser amigo de tu ex. Posible en teoría pero en la práctica es un ejercicio de verdadero funambulismo emocional. Cuando era niño leía en el periódico críticas de cine a una edad a la que ni siquiera me estaba permitido ir solo al cine más cercano. Supongo que había algo mágico en ver una película desconocida a través de las palabras de otra persona. Lograba poner lindes con palabras a ese torrente de emociones que uno siente a oscuras en un cine.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, uno se topa cada vez con mayor frecuencia con críticas aburridas, crípticas y muy solemnes, más cercanas a un ejercicio onanista de name-dropping que a un sincero intento de trasladar al lector las sensaciones más primarias que genera una película en el espectador. Incluso en ocasiones se tiende a escribir pensando más en ser leído por los directores y productoras que en escribir, ¡oh, qué vulgaridad!, para el lector/espectador.
Por eso siempre he disfrutado leyendo a Ebert. Sin caer en la pedantería, ni en el halago fácil, reflexionaba sobre películas y trasladaba de una forma clara, vibrante y sencilla, con un agudo sentido del humor y una gran humanidad, ese calambre en el espinazo que se siente en un cine viendo una gran película.
Porque, al final, todo lo que merece la pena gira en torno a ese calambrazo.
Si tengo suerte, sin embargo, algo extraordinario me pasará en Cannes. Veré alguna película que me hará sentir un hormigueo en la espina dorsal, y me iré del teatro boquiabierto. No hay mejor lugar en la tierra para ver una película que el Palais des Festivals de Cannes, con su pantalla tres veces el tamaño de una sala de cine normal, y su perfecto sistema de sonido, y especialmente con ese público de cuatro mil personas que realmente vive de forma apasionada y sincera el cine.
No recuperaré por escribir este artículo ni una pequeña parte del dinero que he gastado a lo largo de los años en libros, entradas y DVD por culpa de Roger Ebert. Bien está así. El que sigue en deuda soy yo.