miércoles, 17 de diciembre de 2014

Uff vaya viajecito

Roger Ebert, 2010. Fotografía: Corbis.

I. 

La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: ¡Uf! ¡Vaya viajecito! (Hunter S. Thompson).

Roger Ebert estuvo inmensamente gordo, ganó un Pulitzer como crítico de cine, fue alcohólico, publicó más de veinte libros (incluyendo uno sobre cómo dar un paseo perfecto por Londres), se casó con una mujer negra pese a las voces en contra, presentó un programa de cine en televisión que reventó los índices de audiencia, acuñó el ya universal símbolo de «Two thumbs up» (dos pulgares levantados) para recomendar una película, probó todo tipo de sustancias euforizantes, escribió el guion para un película erótica del simpar Russ Meyer, paró unas rotativas en el sentido más literal de la expresión, le pagaron un dineral por ir al cine, conoció los mejores sitios de Cannes, discutió sobre masturbación con el embajador de Grecia frente a un auditorio lleno, adelgazó, engordó de nuevo, sobrevivió a un cáncer de tiroides, le extirparon la mandíbula perdiendo la capacidad de hablar, beber o comer, escribió un guion para los Sex PistolsWerner Herzog le dedicó una película, Martin Scorsese dice que le debe la vida, fue portada de Esquire, una canción de Leonard Cohen le salvó la vida, participó más de trescientas veces en el histórico concurso semanal de la viñeta de cómic del New Yorker (ganando, por fin, el 11 de abril de 2011), estuvo postrado en una silla de ruedas, aprendió a alimentarse por succión y a andar de nuevo, escribió su autobiografía, rodaron un documental sobre su vida y participó en una Ted Talk hablando a través de un Mac.

Si uno se para por un instante a contemplar la vida de Roger Ebert, cualquiera diría que vivió sus días con la frase de Hunter S. Thompson tatuada en una nalga.

II. 

Pero empecemos por el principio que, en el caso de un escritor, es ese momento en el que empieza a ver publicados textos bajo su nombre. El resto hasta entonces no es más que el naufragio que le lleva a esa isla desierta, paradisiaca e inclemente que es la escritura. 

Roger Ebert siempre sintió esa punzante obsesión por escribir y por ver su nombre en negro sobre blanco. Tras colaborar en pequeños periódicos locales, pronto ese jovenzuelo arrogante, con evidente sobrepeso, gafas de pasta y sempiternamente vestido con chaqueta y chaleco, se convertiría en el director del periódico de su universidad, The Daily Illini, donde ya empezaría a dar muestras de ese carácter insolente y algo déspota tan presente a lo largo su carrera, y donde también dejaría ver gotas de ese prodigioso talento suyo para escribir con la violencia y rapidez de una tormenta, fast & furious, y de su precoz forma de entender el honor dentro del periodismo.

Hay una anécdota que refleja bien la madera de periodista del jovencísimo Ebert: la noche en la que fue asesinado Kennedy, llegó a la redacción del periódico para trabajar con urgencia en el especial sobre el magnicidio. Cuando comprobó uno de los ejemplares, recién salido de la imprenta, Ebert observó que en la página contigua a la fotografía de Kennedy aparecía un anuncio con un peregrino apuntando con un arcabuz a un pavo (Acción de Gracias era apenas una semana después) y cuya trayectoria seguía a la cabeza de Kennedy. Una broma macabra del destino. «No podemos publicar esto» dijo Ebert con el periódico aún sudando tinta. Y mandó parar las rotativas. 

«A man´s gotta have a code», que diría Omar Little.

Al salir de la universidad, consiguió un puesto como redactor en el Chicago Sun-Times y, al poco tiempo, se hizo cargo de la columna de crítica de cine. 

Y ahí se hizo leyenda.

Porque para que te den un Pulitzer, tienes que ser muy bueno. Pero para que te den un Pulitzer haciendo crítica de cine, tienes que ser cojonudo.

III. 

Los días de vino y rosas para Ebert comenzaron en 1975, con el Pulitzer ya en la estantería, cuando la WTTW, la cadena pública de Chicago, tuvo la kamikaze ocurrencia de crear un programa de televisión llamado Siskel & EbertGene Siskel era el crítico de cine del Chicago Tribune, la competencia del Chicago Sun-Times, la casa de Ebert. El Tribune es un periódico más asociado al Partido Republicano y a las clases medio-altas de la ciudad. El Sun-Times, por su parte, se posiciona más en la línea del Partido Demócrata, llegando a un público más heterogéneo. Siskel y Ebert eran, por tanto, encarnizados rivales, las caras visibles de dos colosos del periodismo, y desde luego no sentían una particular simpatía el uno por el otro. Cada semana se dejaban sangre, sudor y lágrimas desde sus respectivas tribunas para publicar una crítica mejor que la de su rival directo.

No obstante, y pese a las numerosas reticencias iniciales de ambos, les convencieron para empezar juntos el programa, que acabaría resultando un arrollador éxito y convirtiéndose en uno de los programas más icónicos de la televisión norteamericana. La fórmula era bien sencilla: los dos críticos principales de cine de la ciudad de Chicago se sentaban en un patio de butacas y hablaban (o discutían ferozmente) sobre películas de cine. Sus caracteres eran antagónicos, lo que hizo que el programa tuviera tintes de sit com o de buddy film, con dos personas de perfiles muy distintos trabajando juntos, discutiendo sobre casi todo, pero que en el fondo se guardan aprecio y una sincera admiración. Muchas de sus encendidas disputas por ciertas películas fueron célebres, como en el caso de La chaqueta metálica o El precio del poder, intentando cada uno imponer su opinión al otro.

Hay una frase de Jonathan Lethem en su libro de ensayos The Dissapointment Artist que refleja muy bien esa imperiosa necesidad de Ebert y Siskel por persuadir al otro y, por extensión, a la audiencia. Sus discusiones nunca eran por una película o un director en concreto. Eran por algo que iba mucho más allá.

Por favor, deja de decir que me quieres porque si no te gusta esa película no me quieres, porque yo soy esa película, esa película soy yo.

Los choques de ego eran continuos. Discutían hasta por el orden del nombre del programa Siskel & Ebert. Roger Ebert mantenía firmemente que su apellido debía de aparecer en primer lugar por los siguientes motivos:

1. Era mayor.

2. «Ebert» está antes que «Siskel» alfabéticamente hablando.

3. Llevaba más tiempo siendo crítico de cine.

4. Tenía un fucking Pulitzer.

Sus discusiones generalmente tenían un trasfondo infantil, para desesperación de los productores, que contemplaban con cierta impotencia las pullas que se lanzaban continuamente los dos presentadores, generalmente asociadas al plano físico (el sobrepeso de Ebert vs. la alopecia de Siskel), sin que nadie pudiera hacer nada por aligerar la situación.

Así lo cuenta en su brillante autobiografía, Life itself: A Memoir, el propio Ebert: «Los dos teníamos una relación más de hermanos que de amigos. Nuestro problema era que ambos nos creíamos el hermano mayor». 

Llegaron a constituir una pareja tan cómica, tan El Gordo y El Flaco, que hasta Disney inició conversaciones con ellos para hacer una película de animación sobre dos críticos de cine siempre a la gresca, bajo el título Best enemies, basada en sus personajes.

El programa fue pasando meteóricamente de la cadena pública de Chicago a cadenas nacionales e internacionales, y Siskel y Ebert (o Ebert y Siskel) se mantuvieron discutiendo en antena desde 1975 hasta 1999, cuando llegó la muerte inesperada de Siskel. 

Tremendamente populares se convirtieron sus críticas corrosivas de los bodrios cinematográficos que se veían abocados a visionar cada semana y en las que se podía paladear el finísimo y letal sentido del humor de Ebert. Sus recopilaciones anuales con «Lo peor del año…» eran las más esperadas del programa. Muchas de esas desternillantes críticas de Roger Ebert han sido recopiladas en varios de sus libros como Your movie sucks o I hated, hated, hated this movie, cuyos títulos pueden dar una pista del amor que rezuman las críticas seleccionadas.

Aquí están algunos de mis ebertismos favoritos:

Pearl Harbor 

Pearl Harbor es una película de tres horas que trata sobre cómo, un 7 de diciembre de 1941, unos desalmados japoneses lanzaron un ataque sorpresa sobre un triángulo de amor americano.

Princesa por sorpresa 2

He pasado la mayor parte de mi vida, desde mi nacimiento hasta este preciso momento, evolucionando en ese tipo de persona a la que es imposible que le pueda gustar una película así, y me gusta pensar que el esfuerzo no ha sido en vano.

Campo de batalla: la Tierra

Esta obra de Travolta es como ir en el autobús con alguien que realmente necesita darse un baño desde hace mucho tiempo. No es simplemente algo malo; es desagradable de una forma hostil.

Cocodrilo Dundee en Los Ángeles

He visto auditorías más emocionantes que esta película.

El aguador

¿Tengo algo visceral en contra de Adam Sandler? Espero que no. Trato de mantener una mente abierta y acercarme a cada una de sus películas con grandes esperanzas. Me daría una enorme satisfacción (y alivio) que me gustara en una película. Pero creo que está cometiendo un enorme error táctico en su carrera creando personajes que cuando hablan tienen el efecto de unas uñas en la pizarra, y pretender que nos quedemos durante toda una película.

El amor es lo que tiene

A juzgar por sus diálogos, Oliver y Emily nunca han leído un libro o un periódico, o visto un película, o tenido una idea, o mantenido una conversación interesante, o pensado mucho en general sobre nada. La película cree que son monos y divertidos, lo que produce vergüenza y sonrojo, como cuanto tu tío no para de hacer chistes sexuales relacionados con el golf. 

The Brown Bunny

Una vez me hicieron una colonoscopia, y me dejaron verla en un monitor de televisión. Fue algo bastante más entretenido que ver The Brown Bunny.

Es verdad que yo estoy gordo, pero algún día estaré delgado. Vincent Gallo, en cambio, será siempre el director de The Brown Bunny.

Pero Siskel y Ebert no quisieron hacerse famosos simplemente por despedazar películas. Al contrario. Su máxima era construir antes que destruir. Destacaron por dar voz a muchos talentos desconocidos con la sección «Buried Treasures», en la que comentaban películas indies, de bajo presupuesto y proyectadas en muy pocas salas de cine del país. De este modo hicieron despegar carreras como la de Ramin Bahrani, el talentoso director iraní de Man Push Cart (Un café en cualquier esquina, es el título en España), la del documentalista Errol Morris o la de un joven de Little Italy, llamado Martin Scorsese. En el documental basado en la autobiografía de Ebert, el propio Martin Scorsese cuenta, entre lágrimas, cómo en los ochenta, arruinado, adicto a la cocaína y deprimido tras un tercer matrimonio fallido, la confianza depositada en él por Ebert y Siskel fue lo que le «devolvió la vida». 

Años más tarde, sin embargo, no les temblaría el pulso ni a Siskel ni a Ebert para destrozar El color del dinerode Scorsese. El compromiso con la verdad y el espectador era sagrado.

«Aquella crítica, aunque devastadora, me ayudó a mejorar. No fue tóxica, venenosa, despreocupada, egoísta y ausente de caridad, como las de muchos otros», recuerda el director de Goodfellas.

IV.

Gene Siskel murió el 20 de febrero de 1999 a los cincuenta y tres años tras sufrir complicaciones derivadas de un cáncer cerebral que le habían diagnosticado poco antes. Roger Ebert desconocía que Siskel estuviera tan grave y le afectó mucho la muerte de su compañero, amigo y némesis. El show siguió durante años bajo el nombre de Ebert & Roeper

Esta vez su nombre sí iba delante. Pero a qué precio.

Ebert, por su parte, no correría mucha mejor suerte. En 2006 se le descubrió un bulto en la barbilla, confirmándose las peores sospechas: un tumor. Tras varias operaciones que no salieron bien, se tomó la decisión más drástica: extirparle la mandíbula, dejándole con una masa carnosa colgando, y perdiendo la facultad de hablar, comer o beber.

Se sometió a varios procesos de reconstrucción de su mandíbula a partir de hueso de su peroné y de tejido de la espalda pero sin conseguir el éxito esperado. Tras una de las primeras intervenciones, aparentemente exitosa, estando aún el crítico en su habitación del hospital justo antes de marcharse a casa, decidió poner a modo de despedida del hospital «I´m your man» de Leonard Cohen, la canción que escuchaba en sus momentos más bajos junto a su inseparable mujer, Chaz. Antes de que acabara la canción, sufrió una repentina rotura de la arteria carótida. Estar aún en el hospital y no en el parking le salvó la vida. 

Si «I´m your man» llega a ser un poco más corta, no me habría salvado. Así que muchas gracias, Mr. Cohen. Usted me salvó la vida.

Tras estas experiencias, renunció a someterse a más intervenciones. Jamás volvería a hablar de nuevo. Paradójicamente, durante esta última etapa se observa al Ebert más reflexivo y humano. Sin abandonar su cáustico sentido del humor.

Echo de menos a Siskel. Seguro que me diría que lo bueno de mi nueva condición es que ahora ya no necesito un GPS para encontrarme la barbilla.

En 2013 fue intervenido por una fractura en la cadera. El cáncer se había extendido. Murió el 4 de abril de 2013. 

Al menos dejó tras él una gran nube de humo.

V. 

En su autobiografía, Ebert afirma que ser crítico de cine es el mejor trabajo del mundo porque eres «el encargado de cubrir el pulso del sueño de la nación. Si prestas suficiente atención a la películas, ellas te dirán qué desea y qué teme la gente».

Siempre me ha despertado curiosidad el trabajo de crítico de cine. Como el de árbitro, el de encargado de abrir las puertas del Retiro cada mañana o el del que traduce los subtítulos de las series. Trabajos necesarios pero poco reconocidos.

Hay un dicho anglosajón: «Not every one is an artist but everybody is a fucking critic». La verdad es que no creo que todo el mundo valga para este trabajo. La crítica de cine es un apasionante género periodístico en sí mismo. Qué difícil conseguir ese aparente oxímoron de «crítica constructiva». Como querer ser amigo de tu ex. Posible en teoría pero en la práctica es un ejercicio de verdadero funambulismo emocional. Cuando era niño leía en el periódico críticas de cine a una edad a la que ni siquiera me estaba permitido ir solo al cine más cercano. Supongo que había algo mágico en ver una película desconocida a través de las palabras de otra persona. Lograba poner lindes con palabras a ese torrente de emociones que uno siente a oscuras en un cine. 

De un tiempo a esta parte, sin embargo, uno se topa cada vez con mayor frecuencia con críticas aburridas, crípticas y muy solemnes, más cercanas a un ejercicio onanista de name-dropping que a un sincero intento de trasladar al lector las sensaciones más primarias que genera una película en el espectador. Incluso en ocasiones se tiende a escribir pensando más en ser leído por los directores y productoras que en escribir, ¡oh, qué vulgaridad!, para el lector/espectador. 

Por eso siempre he disfrutado leyendo a Ebert. Sin caer en la pedantería, ni en el halago fácil, reflexionaba sobre películas y trasladaba de una forma clara, vibrante y sencilla, con un agudo sentido del humor y una gran humanidad, ese calambre en el espinazo que se siente en un cine viendo una gran película.

Porque, al final, todo lo que merece la pena gira en torno a ese calambrazo.

Si tengo suerte, sin embargo, algo extraordinario me pasará en Cannes. Veré alguna película que me hará sentir un hormigueo en la espina dorsal, y me iré del teatro boquiabierto. No hay mejor lugar en la tierra para ver una película que el Palais des Festivals de Cannes, con su pantalla tres veces el tamaño de una sala de cine normal, y su perfecto sistema de sonido, y especialmente con ese público de cuatro mil personas que realmente vive de forma apasionada y sincera el cine. 

No recuperaré por escribir este artículo ni una pequeña parte del dinero que he gastado a lo largo de los años en libros, entradas y DVD por culpa de Roger Ebert. Bien está así. El que sigue en deuda soy yo.

Roger Ebert, 2007. Fotografía: Sound Opinions (CC).

martes, 25 de noviembre de 2014

La america del renacimiento: eames & eames

La América del renacimiento (Eames & Eames)

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Conocer el proyecto American Portraits, donde se repasará la vida y la obra de algunas personalidades más influyentes de la América de los años cincuenta. Al conocer de cerca la vida de estos hombres y mujeres es inevitable replantearse nuestra manera de ver el mundo, nos ayuda a entender mejor por qué el diseño de los objetos que nos rodean tienen las formas que tienen, o por qué los edificios y las ciudades que habitamos son como son.

La vigencia de su legado es inmensa e incalculable. Los años cincuenta fueron años de crisis y postcrisis. Hoy, al igual que entonces, estamos viviendo un proceso de redefinición constante en muchos ámbitos de la sociedad y necesitamos mirar atrás para buscar fuentes de inspiración. Con esta iniciativa, Seagram’s Gin quiere reivindicar aquellas figuras que, por su originalidad y su capacidad visionaria, nos pueden servir de modelo y guía para reinventarnos. El proyecto American Portraits está compuesto por una serie de proyecciones de documentales biográficos que se pueden disfrutar de forma gratuita en la plataforma digital Filmin.es, junto con una serie de artículos publicados en revistas de referencia y el ciclo que se proyectó el pasado mes de septiembre y que se podrá volver a disfrutar en el mes de noviembre en la Cineteca de Matadero en Madrid.

Ray y Charles Eames en 1960. Fotografía cortesía de Eames Office, LLC.

La Segunda Guerra Mundial había acabado. Los soldados volvían a casa y se vivía un ambiente de euforia que se desprendía de la victoria aliada en Europa y la rendición de Japón. El presidente Harry S. Truman vivía su momento más tranquilo y la economía volaba por primera vez desde el crack del 29. El nubarrón que había cubierto el continente durante dos décadas se había disipado y Estados Unidos se preparaba para el nacimiento de una poderosísima clase media.

En ese clima, donde Jackson Pollock, Mark Rothko o Willem de Kooning asombraban al mundo del arte y Tennessee Williams, Truman Capote y J.D. Salinger hacían lo propio en el ámbito literario, aparecieron Charles y Ray Eames.

Los Eames (que muchos siguen identificando —erróneamente— como hermanos), serían los auténticos impulsores de una revolución artística y conceptual que abarcaría todas las disciplinas de un modo —casi— extenuante.

Ray Kaiser conoció a Charles Eames en la academia Cranbrook, donde los dos estudiaban. Ray era pintora y discípula del influyente Hans Hofmann; Charles era una especie de camaleón enloquecido cuyo cerebro generaba más ideas de las que un ser humano puede digerir. Los dos se sintieron inmediatamente atraídos el uno por el otro pero toparon con un pequeño problema: Charles estaba casado.

Después de una afamada correspondencia amorosa y de que Ray hiciera la maleta para evitar males mayores, él decidió dejar a su mujer y proponer matrimonio a la que iba a ser su media naranja el resto de sus días. En realidad, no estaba sentando las bases de una relación emocional sino la creación de una de las asociaciones más fructíferas de todos los tiempos: él como infatigable corredor de fondo; ella como ejecutora y cómplice. Él coqueteando con el delirio del que no sabe cuándo detenerse; ella el pragmatismo de la materia gris, con sonrisa de propina.

Su objetivo, quizá ingenuo, era ofrecer diseño de alta calidad a precios ajustados a través de la producción industrial. Para ello, abrieron su oficina en el 901 de Washington Boulevard, en Venice Beach, California. Así, mientras la generación Beat ponía del revés las calles del Village neoyorquino en la costa este de Estados Unidos, en la costa Oeste los Eames se disponían a girar la tortilla de la creatividad, aplicándola como nunca se había hecho antes en la historia del país. De ese país, o de cualquier otro.

Su primer exitazo fue la famosa silla de plywood, que distribuyeron gracias a la ayuda de Herman Miller, un amante de los muebles, diseñador a su vez (trabajó durante años con el matrimonio), y distribuidor finalmente, que vio abrirse el cielo ante sus ojos.

La filosofía de los Eames, «nosotros no diseñamos, solucionamos problemas», conectaría con una generación que ansiaba productos con los que sentirse distintos. El 901 se convertiría en un almacén de ideas, un cajón de sastre donde bullía el alma del diseño americano. Sus pasillos, llenos de objetos de todos los tamaños, formas y texturas, se llenaron de jóvenes promesas que buscaban —desesperadamente— a un mentor.

En cierto modo, era como si el mismísimo Leonardo se hubiera aparecido en California para dar un puñetazo en la mesa y —quizá por eso— cuando la prensa empezó a hablar de Eames el adjetivo «renacentista» aparecía cada dos líneas.

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La silla de plywood Lounge Chair Wood. Fotografía cortesía de Eames Office, LLC.

Ray había dejado de pintar («no había tiempo para ello» decía) pero su ojo con los colores, su capacidad para transformar objetos aparentemente antagónicos en complementos perfectos y su mano para aterrizar cualquiera de las locuras de su marido, la había convertido en el alma de una factoría, que precedería —con mucho— a la del propio Andy Warhol. Fotografía, cine, diseño, pintura… nada se resistía a la familia Eames, que parecía poseída por el deseo de cambiarlo todo de un plumazo.

Los Eames, genios portátiles que reconstruyeron el sueño americano cuando este parecía haberse esfumado, empezaron a labrarse una reputación cuando en plena guerra mundial decidieron que las férulas que se utilizaban para los soldados en el campo de batalla eran absolutamente ineficientes: empeoraban las heridas en lugar de estabilizarlas. Produjeron ciento cincuenta mil férulas con un diseño especial que salvó innumerables vidas y —al mismo tiempo— comprobaron la eficiencia de la producción en cadena, algo que utilizarían profusamente en la década que estaba por llegar.

Además, y más allá del ámbito artístico, Charles y Ray Eames desconcertaron a la bien pensante sociedad estadounidense de los años cincuenta por su reivindicación del rol de la mujer en un mundo abrumadoramente masculino y cuyos tentáculos se extendían al cine, la publicidad y —por supuesto— los negocios. El machismo imperante en la época, reforzado por la televisión, se vio sacudido por la impresión de que en aquel matrimonio la antorcha la sostenían ambos. Su unión, catapultada por un éxito sin paliativos, fue el inicio de una corriente de pensamiento que ya no veía a la mujer como un simple aditivo sino que la colocaba en un lugar relevante, imprescindible para entender el éxito del congénere. Por si fuera poco, el trabajo de ambos con Polaroid, Boeing e IBM, les situaron como ariete de la irrupción de la tecnología en la vida social y su subsiguiente colisión con el arte. Pocos son los que han olvidado su impresionante evento en la Feria mundial de Nueva York de 1964, palpable demostración de que el término «pioneros» se les quedaba cortos.

Desde un punto de vista puramente histórico, la influencia de los Eames y sobre todo su legado es apabullante: sus muebles (sillas aparte) adornan oficinas, aeropuertos, zonas públicas, hoteles y casas por todo el mundo. Sus experimentos con aluminio y madera han sido imitados hasta la extenuación y su voluntad de trascender el propio ámbito del diseño ha calado en miles de artistas desde los años setenta hasta la actualidad. No solo eso, los Eames representan la eclosión del artista total, aquel se atreve a ser relevante en todos los campos y cuya ambición es únicamente comparable a su atrevimiento. La belleza de sus propuestas, preocupadas a un tiempo por el look y por la comodidad, siempre con un pie anclado en la tierra, ha soportado el paso del tiempo con la elegancia del que se sabe clásico.

Cuando echamos la vista atrás y ejercitamos la memoria, es difícil encontrar en el siglo XX a una pareja tan influyente y cuyos postulados hayan sido imitados con tanta insistencia. Decía George Bernard Shaw que «el hombre razonable se adapta al mundo; el hombre no razonable se obstina en intentar adaptar el mundo a sí mismo. Todo progreso depende, pues, del hombre no razonable». Charles y Ray Eames no eran razonables, nunca lo fueron, y su tozudez se ha traslado al siglo XXI de un modo inequívoco. Cuando pensamos en la gran revolución moderna en términos de diseño y decoración es imposible no acabar mencionando Ikea. Los suecos, con esa idea de llegar a todos los rincones con una filosofía popular y de voluntad generalista, no es más que la sublimación de esa idea surgida en el 901 de Washington Boulevard de que es posible ofrecer calidad a precios competitivos y de que es viable esquivar el elitismo que —a priori— condiciona el universo del diseño. Los Eames fueron pioneros en esa idea (utópica) que soñaba con acercar el arte a todo aquel que quisiera poseerlo y no solo a aquellos que pudieran permitírselo.

Curiosamente, los años cincuenta fueron un hervidero de artistas, colectivos y personajes de todo tipo y pelaje, peleando contra lo que hasta aquel momento se consideraba el reino de unos pocos. La tozudez colectiva, convertida en una herramienta imparable (un ariete cultural irrepetible) consiguió tumbar muchos de los tópicos que hasta aquel momento pululaban en torno al mundo del arte. Por eso, si uno mira a la época actual es difícil encontrar algún movimiento social, político, artístico o cultural que no fuera parido en aquella época. Una época llena de hombres y mujeres sin prejuicios que forjaron la auténtica identidad de América y (por ende, y pura influencia) del mundo.

En una de las pocas entrevistas que se conservan con la pareja, Charles Eames afirmaba que «artista es un elogio que te conceden, no puedes llamarte eso a ti mismo. Es como llamarte genio… es absurdo».

Los Eames merecen ambos epítetos: artistas y genios, aunque solo sea por representar —aún hoy en día— que la creatividad no entiende de fechas de caducidad.

Ray y Charles Eames en 1957. Fotografía cortesía de Eames Office, LLC.

El próximo viernes 12 de septiembre se estrenará el documental Eames: The Architect & The Painter a las 22:30 en la sala Azcona de la Cineteca del Matadero de Madrid, dentro del Ciclo American Portraits presentado por Seagram´s Gin. Se proyectará un segundo pase el viernes 19 a las 20:30 en la Sala Borau. En ambos casos la entrada será gratuita hasta completar aforo. Así mismo, desde el 1 de septiembre lo podrás disfrutar también gratuitamente en la plataforma digital Filmin.es. El ciclo incluye también la proyección de los documentales:Frank Lloyd WrightDiana Vreeland, la mirada educada; Looking back to the future: Raymond Loewy. Si quieres saber más infórmate en www.cinetecamadrid.com/secciones/american-portraitswww.filmin.es/apo en http://www.seagramsgin.es/american-portraits/

En los meses de noviembre y diciembre el ciclo se proyectará en la sala Borau de Cineteca:

Noviembre Sala Borau
Jueves 20:  Eames. H 20:00 
Viernes 21:  Diana Vreeland .H 20:30 
Sábado 22:  Frank Lloyd Wright. H 20:00 
Domingo 23: Raymond Loewy. H 20:00 

Diciembre Sala Borau 
Jueves 18:  Eames H 20:00 
Viernes 19:  Diana Vreeland H 20:30 
Sábado 20:  Frank Lloyd Wright H 20:00 
Domingo 21: Raymond Loewy H 20:30


Mujeres de cuento: Carson McCullers

Mujeres de cuento: Carson McCullers
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Carson McCullers. Foto: Cordon Press.

Carson McCullers. Foto: Cordon Press.

Lo terrible, en mi caso, es que durante mucho tiempo no he sido más que un Yo. Todo el mundo forma parte de un Nosotros, salvo yo. Si uno no forma parte de un Nosotros, se siente verdaderamente demasiado solo. (Carson McCullers)

Si uno piensa en Carson McCullers, y uno debería habitualmente pensar en Carson McCullers, siempre se imagina a una adolescente, una niña adulta lúcida y fascinante. En su momento lo fue, pero la Carson en la que más tarde se convirtió tiene mucho y nada que ver con esa imagen: era una mujer enferma, tan enferma que escribir era al mismo tiempo un martirio y la única razón por la que superarse cada día, porque si había algo que Carson deseaba de veras era sobrevivir, y la escritura estaba fuertemente ligada a su propia supervivencia: pero para escribir debía sufrir unos dolores terribles. Sí, es cierto que la literatura de McCullers no necesita de justificaciones para ser admirada, desde luego se trata de una de las escritoras con más talento, pero no hay que obviar los esfuerzos físicos que Carson debía afrontar cada vez que quería dedicarse a aquello para lo que había nacido.

La vida y la historia de los grandes nombres de la literatura siempre están salpicadas de controversia, y en este caso no podía ser de otro modo, el personaje lo pide a gritos: no solo por ser temida y admirada, sino por ser verdaderamente particular —ambigua, terca y extravagante… contradictoria. Pero antes de empezar a hablar de lo que para los demás era Carson, hablemos de sus libros, sus personajes, su imaginario sudista, caracterizado por el hedonismo, la imaginación, la pereza y, sobre todo, la sensibilidad. 

Cuando pienso en Carson McCullers, y habitualmente pienso en Carson McCullers, suelo equivocarme y recuerdo a Frankie; para mí, uno de sus personajes más memorables. No hay manera de deshacer a una de la otra, empezando por el conflicto con el nombre: Lula Carson y Frankie dan paso a Carson McCullers y F. Jasmine, y de ahí, de esa doble imagen de sí mismas, empiezan a brotar la polémica y las dudas, la confusión, el paso de la adolescencia a la madurez. Ambas quieren ser adoptadas, quieren pertenecer a otra tribu, ser miembro de (la boda de un hermano, por ejemplo): sus heroínas están cargadas, asumen la carga de Carson; de ahí, probablemente, de esa manera de desembarazarse de sus propios conflictos, de ahí la necesidad de seguir escribiendo a pesar de que su cuerpo se niegue a ponérselo fácil. Si Lula no puede ser Frankie, tendrá que ser Lula todo el tiempo: y eso es mucho peso para una persona como Carson. 

Bailarina, pianista, lectora… Escritora

Cuando digo que McCullers era, sobre todo, una persona sensible, no me refiero únicamente a la sensibilidad emocional, sino también la artística. A través de sus cuentos podemos ver claramente qué cosas gustaban a Carson, qué cosas le desagradaban, de qué injusticias quería hablar, y es en su ficción donde encontramos a la más real de las Lulas: que quiso ser concertista de pianos podemos verlo gracias a sus cuentos, que en muchas ocasiones tienen la música como eje. También quiso ayudar a la economía familiar bailando, pero su padre le dijo, amablemente: «cariño, cuando crezcas, lo comprenderás todo mejor». Pero es probable que Carson jamás creciera lo suficiente para comprender ese tipo de cosas que una adolescente no puede comprender. Tocar el piano era una de las principales actividades de Lula Carson, cuando aún no se había convertido en la escritora McCullers, y una gran fuente de consuelo: a menudo el arte tenía que ver con su estabilidad. 

Pero una neumonía con complicaciones a los quince años (que no resultó serlo y necesitaron treinta años para darse cuenta de que era una crisis de reumatismo articular agudo) y su convalecencia dan testimonio de la primera vez que Carson cambió de idea: sustituiría el piano por la escritura, se había decidido, quería dedicarse a la literatura. Por eso, cuando debe trabajar en lugares comunes, ordenados, disciplinados pero poco creativos, se siente tan frustrada. No deberá, de todos modos, tomar parte de la vulgaridad laboral. Con quince años, no son muchos los adolescentes que pueden elegir entre los diferentes dones que creen poseer, pero Carson Smith era excéntrica, rara, y estaba condenada a comunicarse a través del arte. Ya por entonces Carson empieza a ser, y no dejará nunca de serlo, una «rara muchacha con nombre masculino, a la que le gusta vestirse de hombre impulsada por un deseo más o menos consciente de travestirse».

Foto: Carl Van Vechten (DP)

Foto: Carl Van Vechten (DP)

Reeves McCullers, un narrador

Claro que tuvimos momentos felices, pero fueron precisamente esos momentos los que lo hicieron todo más difícil. Si Reeves hubiese sido un hombre enteramente malvado, habría sido un alivio para mí, pues habría podido dejarle sin librar tantos y tan duros combates. (Carson McCullers)

En 1935 ocurrió algo que cambiaría para siempre la vida de Carson, incluido el nombre y el apellido: conoce a Reeves McCullers, el que será su esposo. El flechazo es inmediato y el trágico final de la pareja aún queda lejos. Reeves quiere ser escritor pero le falta talento, a pesar de ser un gran narrador y acaparar la atención de todos cuando está contando alguna anécdota; Carson, en cambio, aún no es demasiado consciente de su vocación, pero tiene lo que su marido tanto anhela: la gracia para escribir. Ambos hacen un trato, una vez casados, para poder equilibrar la vocación y la vida práctica: durante un año, se dedicarán a escribir alternamente, y solo aquel que consiga salir airoso económicamente de la prueba, lo hará de manera continuada. Pero Reeves jamás tendrá la oportunidad de intentarlo, porque enseguida ambos se dan cuenta de que si en la pareja habrá un escritor, será Carson. La frustración que le supone a Reeves este descubrimiento es interminable y, probablemente, uno de los motivos de su suicidio, o el principio de una depresión que lo acapara todo. Carson, por entonces, empieza a sumergirse en lo que pronto será su modus operandi: las iluminaciones. Trabajando en sus personajes se da cuenta de que hay un momento en que sucede la iluminación, que es una especie de dictado que cambia el destino de sus personajes: es un fulgor, un destello que convierte a un hombre sin problemas en un sordomudo.

Mi comprensión es solo fragmentaria. Comprendo a los personajes, pero la novela en sí permanece en un estado de indefinición. La clave aparece a veces como por azar, en esos instantes que nadie, menos el autor, puede comprender. Instantes que, en mi caso, se dan generalmente tras un gran esfuerzo. Revelaciones que son la bendición del trabajo. Toda mi obra se ha escrito así. (Carson McCullers)

Reeves y Carson habían acordado alternar dos años de escritura que no se llevarán a cabo para él, y ahí empieza lo que después se convertirá en el funcionamiento de la relación: son dos amigos que llegan a acuerdos, en los que uno de los dos amigos cede —y este acostumbra a ser siempre Reeves. Para Carson, su marido es su doble, pero en bondadoso. Clarice Lispector decía que un escritor debía llevar una vida casi burguesa, porque su tarea le supone demasiado esfuerzo y dedicación, y en esta pareja de buenos amigos, uno malo y otro bueno, la burguesía intelectual sale a flote, y Reeves llegará a quejarse de que Carson descuida la casa: algo inusual para una mujer. También era inusual en una mujer la vestimenta y el comportamiento de Carson, y todo aquello que le pareció simpático cuando la conoció se le volvió en contra. Como dice Josyane Savigneau en la biografía de CIRCE, «en ese matrimonio, el escritor es ella». 

Carson y la sexualidad

Su ambigüedad no era solo física, y no solo desconcertaba por su nombre masculino y su manera de comportarse: también sexualmente se ha dudado de ella. Aunque muchos afirman rotundamente que era homosexual y otros todo lo contrario, la sensación que se tiene tras leer con detenimiento su vida es que Carson amaba la belleza (una belleza subjetiva, no física) y el talento, y no le importaba si el poseedor de ambas cualidades era un hombre o una mujer. El sexo, en sus novelas, siempre está ligado a la vergüenza, a la repulsión, a la perfidia y a la violencia, escribe su biógrafa, y no se descarta que el amor que sentía Carson por ambos sexos fuera un amor infantil, inocente. Así, aparecen esas mujeres-fantasmas, esos amigos imaginarios conseguían desestabilizar al matrimonio; entre ellas, Katherine Anne Porter, Erika Mann o Annemarie Clarac-Schwarzenbach.

Reeves  y Carson McCullers. Foto: Cordon Press.

Reeves y Carson McCullers. Foto: Cordon Press.

Finalmente, los McCullers dejan de ser marido y mujer, pero quedarán para siempre unidos, porque en algunas parejas la separación les une más que la convivencia, como en el caso de Carson y Reeves. Había una atracción que los repelía y los reclamaba constantemente, y Carson amó siempre a Reeves aunque es más que evidente que no eran compatibles. Pero entonces ocurre lo impensable: que el marido se convierte en el teniente McCullers y desde el centro de entrenamiento Camp Forrest le escribe una carta absolutamente tierna a Carson, que pronto adoptará con placer el rol de esposa de la guerra, de esperante. Precisamente porque en la distancia no deberán convivir, Carson y Reeves vivirán a través de la correspondencia un amor indestructible, tierno y puro, que no quedará manchado y roto por la vida diaria. En las cartas, Reeves es un hombre dócil y atento, dispuesto a hacer por Carson todo cuanto ella desee: parece que sí, que es el gemelo bueno, frente a la caprichosa y adolescente Carson. Esa es la imagen que muchos de los que la conocieron tienen de ella, que es la actitud un poco insolente pero sensible que tiene Frankie en la novela; Carson, además, debe combatir no solo contra su excesiva personalidad, sino también contra su enfermedad, que no la abandonará hasta el día de su muerte. Pero el narrador y la escritora están enamorados uno del otro, y Reeves conoce «ese pájaro salvaje que a veces se adueña» del corazón de Carson y la respeta y la acompaña, y es mucho más fácil ahora acompañarla, desde el ejército. Carson y Reeves vuelven a casarse, y cuando le preguntan a él por qué vuelve a hacerlo, dice que se ha casado de nuevo con ella porque cree que todos son abejorros, y que Carson es la reina de las abejas.

Iluminaciones, fulgor nocturno

Aunque esos dictados parecen magia, lo cierto es que Carson es una trabajadora incansable y una lectora voraz. 

He hecho un pacto conmigo misma: tener acabada esta monstruosa historia el 15 de marzo. Esta mañana he estado trabajando varias horas. Pero es ese tipo de trabajo que el menor patinazo puede estropear. Algunas partes las he corregido al menos veinte veces. Tengo que acabar pronto y sacarme esto de la cabeza, pero, al mismo tiempo, tengo que conseguir que sea algo hermoso, muy bien hecho. Pues, al igual que para un poema, esa es su única justificación. Desde este punto de vista, la lectura de Henry James es un tanto desalentadora. […] Yo pensaba en lo muchísimo que le debo a Proust. No ya porque haya «influido en mi estilo» ni por nada similar, sino por la dicha de saber que existe algo que uno siempre puede tomar como referencia, un gran libro que jamás perderá su esplendor, que, por muy familiar que resulte, por mucho que se relea, jamás parecerá aburrido. (Carson McCullers)

Carson extrae material literario de sí misma, y su propio tejido emocional, tan variado y con tantos matices, consiguen perfilar a los personajes que habitan en sus cuentos y novelas. Si se lee la biografía después de haber disfrutado de toda su obra, se irán encontrando por aquí y por allá constantes referencias a su propia vida: el amor por la música, el alcoholismo, los sentimientos que Reeves despierta en ella, su propia transformación en otra persona en la madurez. Todo forma parte de Carson y de su obra, y por eso gran parte de lo que la escritora fue aparece en sus personajes. Su hermana Rita afirma que, «de todos los personajes creados por Carson McCullers, el que, según sus padres y amigos, se le asemeja más es Frankie: adolescente vulnerable, tan exasperante como atrayente, siempre en busca de su “nosotros”».

Enfermedad

Foto: Cordon Press.

Foto: Cordon Press.

Pero todo cuanto Carson puede ser queda anulado por su enfermedad, que le impide ser, para bien y para mal, todo lo que desea ser. Lo más importante: le dificulta la escritura y en más de una ocasión siente que su propia cura debe pasar por avanzar en su historia, pero se ve incapacitada físicamente. La frustración y la desesperación que despierta en ella la enfermedad es más de lo que Carson puede aceptar. Necesita crear, y hacerlo con cierto nivel, utilizar todo su talento para su obra, pero el dolor la paraliza demasiado. El final de su vida queda demasiado marcado por esta circunstancia, que todos ven como espectadores. «El dolor prácticamente jamás se apiada de mí», escribe Carson, y en 1948 intenta suicidarse cortándose las venas. Queda ingresada en un centro psiquiátrico que la destruye, porque su médico considera la escritura una neurosis en sí, pero McCullers se niega —renegar de su condición de escritora sería como hacerlo de su identidad. Entre ella y quienes la rodean intentan creer que la enfermedad es psicosomática, y en realidad, ojalá lo hubiera sido.

Carson deberá volver a familiarizarse con los hospitales tras sufrir un aborto natural, aunque en su autobiografía se empeña en culpar a su madre, que la obliga a deshacerse de un hijo. No se sabe muy bien por qué Carson tendía a inventar parte de la realidad, qué conseguía con ello, ni en qué medida era consciente de su mentira, o si era su manera de combatir su propia circunstancia. En cualquier caso, no deja de haber versiones y versiones sobre un mismo hecho, incluso sobre su relación con Reeves hay una manera fría de contar, en cartas, sus sentimientos, mientras sus hechos se empeñan en contradecirla o, cuanto menos, poner en cuarentena su verdad. Pero, a pesar de todo, y con todo me refiero a su mala salud, Carson continúa adelante y concentra toda su energía en su obra: en los guiones de sus novelas, en su éxito, en las opiniones de los demás. Odiada y admirada, siempre. Sin investigar mucho, por autores como Arthur Miller, que dice haber leído y disfrutado de algunas de sus historias pero no recuerda ningún título: era, bajo su criterio, una autora menor y por eso le dedica su indiferencia y su mala memoria. Era experta en despertar animadversión, lo cual hacía que su talento fuera, para los demás, algo molesto. ¿Por qué iba a ser tan complicado admirar a Carson siendo un conocido suyo, sino por lo que opinaban de ella como persona y no como escritora? La pequeña Faulkner no deja de ponerse trabas, y los demás aceptan estas trabas para no tener que reverenciar el excelente trabajo que lleva a cabo, el gran retrato que hace de la sociedad sureña.

Confío en que sus futuros biógrafos no pretendan hacerla pasar a la posteridad toda vestida de blanco o con una aureola. Carson era una perra, y no quiero que aparezca como un ángel. (Robert Walden)

Todo cuanto yo pudiera decirle acerca de ella podría ser negado por cualquier otra persona, y ambos testimonios serían igualmente ciertos. Carson era el ser más angelical del mundo, y al mismo tiempo el más infernal, el más odioso de los demonios. (Arnold Saint Subber)

En la salud y en la enfermedad

Carson quiere ser capaz de escribir, sin embargo, «tanto en la enfermedad como en la salud pues, de hecho, mi salud depende casi completamente de mi posibilidad de escribir». Después de que en 1953 Reeves se suicide en un hotel parisino, y teniendo en cuenta que la enfermedad y la parálisis del cuerpo le impiden tener vida más allá de la escritura, Carson pone un único objetivo en su vida: seguir creando para seguir sobreviviendo. Así, las últimas páginas de su biografía giran en torno a la figura de su médico, Mary Mercer, y sus dudas sobre si amputarse la pierna inválida o no, sobre su dolor y su literatura. Al principio decía que la calidad de Carson McCullers es incuestionable y lo sería aunque hubiera sido una persona sana, pero además no lo fue. El 15 de agosto de 1967, Carson sufre un nuevo ataque cerebral: después de superar un cáncer de mama y de más operaciones de las que cabe imaginar, finalmente McCullers entra en coma. El ataque le ha paralizado todo el lado derecho, es decir, el bueno, y sabiamente su cuerpo decide no despertar más a Carson: sin el lado bueno, todo su cuerpo, dispuesto para la escritura, le resultará inútil.

Carson era justo lo opuesto una persona suicida. Lo opuesto a una mujer quejumbrosa, autocompasiva. Era… sí… una escritora magnífica, un ser magnífico. Una naturaleza. Una persona. Eso es lo que hay que comprender. (Mary Mercer)

 
 

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COSAS QUE LA NOCHE ESCONDE

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Por Eduardo Boillos

¿Running nocturno al ritmo de música electrónica? Una combinación que tiene tanto de chocante como de sugerente, y que llega por fin a España: se trata de #RunTheParty, una carrera de 5 km en un ambiente de fiesta, música y solidaridad, con juegos de luces, actuaciones musicales y complementos de neón.
Esta iniciativa internacional ha elegido Barcelona como la primera ciudad europea y española donde se celebrará, bajo el eslogan ‘The definitive night running experience. Run It, Feel It, Share It’. 

Al cruzar la meta, los corredores se encontrarán con el escenario principal donde podrán celebrar su propia victoria y disfrutar de una fiesta con un line up de DJs nacionales e internacionales que amenizarán la fiesta con estilos de música que irán del house a la música progresiva, y del electro al tech.  

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El evento será el próximo 4 de octubre en el Parc del Fòrum, y después está previsto que llegue a otras ciudades como Madrid, Valencia, Ibiza y Bilbao. Además del deporte y de la fiesta, detrás de #RunTheParty hay también un objetivo social: donar el 10% del total de la venta de entradas a organizaciones benéficas.

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